Agua que no has de Beber

Agua que no has de Beber

Cuando le pedí al mesero que me trajera un vaso de agua del “mero chorro”, sentí que mis vecinos de mesa, junto con el mesero, me castigaban con el látigo de su más profundo desprecio.  A mis vecinos ya les habían puesto sobre la mesa varias botellas de agua, envasadas con lo que estoy segura era agua de la llave, pero no de la que está en la cocina del restaurante, sino de la compañía embotelladora.

 

En el año de 1622 a alguien se le ocurrió embotellar agua para venderla en Inglaterra.  Para comienzos del siglo XVIII, las farmacias en Europa vendían agua de manantiales naturales,  porque la gente creía que estas aguas tenían efectos sanadores y terapéuticos.  En 1809 el agua carbonatada se puso de moda en los Estados Unidos cuando el señor Joseph Hawkins obtuvo una patente para producir su “agua mineral artificial” y poco después, la popularidad del producto crecía vertiginosamente gracias a los avances en las técnicas de embotellado y a que los costos de las botellas de vidrio se habían reducido.  A todas estas, la población temía, no sin razón, que las aguas de sus ciudades pudieran estar contaminadas con los agentes transmisores del cólera y el tifo.

Cien años después un médico británico descubrió que añadiendo cloro al agua se eliminan las peligrosas bacterias.   La práctica de añadir cloro al agua de los acueductos pronto comenzó a extenderse a muchas regiones del planeta y a partir de entonces, la demanda de agua embotellada comenzó a disminuir.

Pero la década de los setenta habría de cambiar de nuevo la moda y con la invención del PET (tereftalato de polietileno) un material mucho más barato que el vidrio y capaz de retener la presión del agua carbonatada, se disparó el consumo de agua embotellada.  Hoy, que el agua de las principales ciudades del mundo es perfectamente potable tal y como sale de la llave, los principales consumidores de agua embotellada son precisamente estas personas que tienen acceso al agua potable.  Pero esta gente prefiere pagar un precio absolutamente exorbitante por el agua que bebe.  Un precio ridículo, especialmente si le sumamos el daño que tanto envase plástico le hace al planeta. Para no mencionar el costo en contaminantes que implica transportarla de un departamento a otro o, peor aún, traerla de otros países.

Es un negocio brillante, redondo y prodigiosamente rentable. Llenar botellas de un líquido que sale de la llave, prácticamente gratis y vendérselo a los incautos que creen que tomar agua de botella es más bueno que tomar agua del acueducto. 

Creo que las únicas bebidas que le confieren a la buena comida algún tipo de valor agregado son el agua, la cerveza o el vino, no necesariamente en ese orden. Yo me considero una especie de catadora de agua de llave y puedo asegurar que el agua de Bogotá está entre las mejores aguas que he probado en mi vida.

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